El día 16 de julio de 2017 será más importante en nuestra historia de lo que nosotros mismos pensamos: es el triunfo de la ciudadanía. Ciudadano es, etimológicamente, si nos atenemos a su raíz latina, habitante de la ciudad, la ciudad de Roma y antes de ella las ciudades griegas, la “polis” de donde viene “política”.

Parece tan simple, sin embargo es una de las palabras más importantes que la cultura occidental nos ha legado. Para los romanos, ser ciudadano era una dignidad a la que no tenían acceso todos. Un ciudadano romano tenía deberes y derechos: un ciudadano romano, por ejemplo, no podía ser azotado, torturado ni crucificado (como sospechará el lector, Jesús no era ciudadano, aunque la ciudadanía de occidente tenga mucho de sus enseñanzas). Los ciudadanos romanos podían apelar las sentencias de los magistrados, tenían derecho a juicio justo en caso de cometer alguna falta. Los ciudadanos romanos vestían de una manera particular: usaban toga, una larga tela de lana que se enrollaban de una manera especial alrededor de la túnica. Una frase común entre los romanos -la cita Cicerón- es: “cedant arma togae, concedat laurea lauri”. Es una frase fabulosa que bien podría ser el programa de gobierno de la nueva Venezuela que ha de venir, significa: “cedan las armas ante las togas y que el laurel se dé a los meritos”. En ella está la esencia de Roma: el poder civil, el del Senado, debe mandar sobre el poder militar del ejército y la capacidad, la preparación y el merito como único camino para el éxito, porque éxito no es tener 42 millones en Suiza, sino cuatro borlas en el birrete.

La restringida ciudadanía romana paso de la cuidad al mundo entero, las proclamas romanas comenzaban con la frase: “urbi et orbi”, a la ciudad y al mundo, como la bendición del Papa en ciertas festividades. Roma era el mundo. Somos herederos jurídicos de ese imperio. Tenemos derechos, aunque en los últimos tiempos hemos sido reducidos a la esclavitud. Conocimos esos derechos, tenemos memoria de ellos y eso nos salva -a diferencia de otros pueblos-, la guardan incluso –y vívidamente- los que hoy tienen 17 años nacidos y criados en la esclavitud. Esa es nuestra fuerza, ese es nuestro poder. El día 16 de julio, los que alguna vez fuimos ciudadanos de Venezuela recordamos nuestra fuerza y nuestro coraje cívico (cívico por cierto lo relativo a ciudadanía), un proceso electoral que fue una fiesta, sin presencia de armas que vigilen a los ciudadanos, porque somos los ciudadanos los que debemos vigilar a las armas. Millones de personas organizadas con civilidad (cualidad de respetar las leyes urbanas), solo para expresar nuestro deseo de volver a ser libres.

El moderno concepto de ciudadanía implica la pertenencia a una comunidad política con cuyo destino se está comprometido. Ser ciudadano implica una identidad (¿Quiénes somos?: ¡Venezuela!) y un deseo de vivir de determinada manera (¿Qué queremos?: ¡Libertad!). Democracia y ciudadanía son palabras que van juntas en los tiempos modernos. Hemos sido expropiados en nuestros derechos. No es la primera vez que sucede en Venezuela. La lucha entre la civilización (forma di vida organizada, sujeta a principios y leyes, llena de arte y cultura) y la barbarie, que sirve de trasfondo a la obra de Gallegos, sigue teniendo vigencia. Todos hemos visto la barbarie de las muertes, las golpizas con saña enfermiza, la crueldad infinita de la represión que comandada por el régimen, pero también vimos el 16 de julio el rostro de la civilización. Ese baño de autoestima cívica nos hacía falta.

“Cedant arma togae, concedat laurea lauri”

(Qué culto queda uno con un cierre en latín).